“Hasta que la muerte nos separe”: violencia y dependencia emocional

Cuando se toca el tema de la violencia doméstica, lo usual es encontrarse con intentos por detallar el perfil de los agresores (en general varones, aunque no de manera exclusiva); se dice que son personas abusadas sexual, física o psicológicamente durante su niñez, con patrones de comportamiento machistas, con rasgos de carácter sumamente agresivos y que ven en los miembros de su familia objetos que les pertenecen. Sin embargo, poco se habla de las características de las víctimas y, menos aún, de las normas socioculturales que compartimos como “valores” y que, internalizados mediante la educación, se vuelven en nuestra contra, abonando eficiente y dramáticamente los terrenos del maltrato.

Más allá de los casos donde una víctima de violencia no escapa de su agresor por el miedo que este le inspira o debido a circunstancias extremas que le impiden hacerlo (como el encierro vivido por una chica en Austria de quien recientemente los medios de comunicación dieron a conocer su terrorífica historia a manos de un padre que la mantuvo secuestrada veinte años), existen casos en los cuales pareciera que las personas maltratadas desean seguir inmersos en la situación que están viviendo. De hecho, en cierto modo y guardadas todas las proporciones debidas, podría decirse que, en efecto, estos individuos vejados quieren mantenerse dentro del ciclo de agresiones que sufren. Pero ello no quiere decir, de ninguna manera, que les guste o que tengan claridad en torno a lo que les está sucediendo, puesto que son, ante todo, dependientes emocionales a quienes se ha inculcado ideas equivocadas sobre el amor y las relaciones interpersonales.

Lo primero que es importante entender es que la violencia no se reduce, como muchas veces se ha pensado, a los golpes o al maltrato físico. Tampoco es verdad que las agresiones evidentes se presenten de un día para otro, sin antecedentes y sin motivo alguno. En general, las víctimas son personas a las que se ha minado su autoestima mediante maltratos psicológicos y emocionales previos que ni siquiera son considerados como tales por la gente: las descalificaciones, las prohibiciones, el control sobre su vida y su persona. No es extraño que estos síntomas aparezcan durante el noviazgo (celos, desconfianza, interrogatorios, etcétera) y que sean pasados por alto o, peor todavía, considerados como “muestras de amor”.

Sólo con escuchar atentamente algunas de las canciones “románticas” que inundan la radio, es posible darse cuenta cómo nuestra sociedad fomenta los comportamientos posesivos y la dependencia emocional. Amar se convierte así en un acto casi suicida, donde es puesta en entredicho la veracidad de los sentimientos que expresamos, sino se acompañan de la renuncia voluntaria al respeto por nuestra individual y a los límites sanos que cualquier relación debe tener. El amor, dice Erich Fromm (fundador del psicoanálisis humanista), sólo puede existir entre seres libres, individuos que eligen compartir sin que ello signifique dejar de ser quienes son y, para ser verdaderamente, resulta indispensable haber aprendido a bastarse a sí mismo, dejar de “necesitar” a otro que “nos complete” y que le “dé sentido a nuestras vidas”.

Son muchos los mitos que envuelven en nuestra cultura a la idea del amor y que no nos ayudan en la lucha contra la dependencia emocional. Pensemos, por ejemplo, en aquello de la “media naranja”, conocida expresión de quien busca la plenitud en la compañía, muchas veces con un costo altísimo para nuestra autoestima, de alguien que nos hará “sentir plenos”, como si no pudiéramos serlo sin ayuda de nadie. Y ¿qué me dicen de los múltiples “sin ti me muero”, “no puedo vivir sin ti”, “sin ti no soy nada”?

Sin duda hay personalidades violentas que intentan transgredir nuestros espacios emocionales pero, en la mayoría de los casos, la verdad es que no cualquiera se enamora de un agresor: la dependencia emocional define, casi exclusivamente, la personalidad de quienes entablan relaciones de este tipo. Por eso es fundamental conocer nuestras carencias y trabajar sobre ellas, antes de decidir compartir la vida con alguien. Descubrirnos como dependientes emocionales no es una tragedia, por el contrario, es el primer paso para dejar de serlo. Pero, además, esta condición es muy frecuente en nuestra sociedad, por lo que no debería sorprendernos si nos damos cuenta de que la sufrimos y educar a las nuevas generaciones en la equidad es una tarea que deberemos enfrentar como colectivo.

Empecemos por informarnos al respecto y transmitir este conocimiento a los más jóvenes; entre otras cosas, podemos enseñarles que el amor no tiene por qué ser una enfermedad mortal y que los juramentos ante jueces o ministros de cultos religiosos no nos obligan a quedarnos “hasta que la muerte nos separe”, sobre todo cuando los cadáveres prematuros acabaremos siendo nosotros.