El grito inaudible de las mujeres de El Congo

Hace unos días nos estremeció el caso de una chica austriaca que fue mantenida en cautiverio por su propio padre 20 largos años de su vida, durante los cuales abusó de ella en todos los sentidos al grado de embarazarla siete veces. Quizá lo más terrible para esta mujer haya sido vivir el horror todos los días, sin tener la menor esperanza de escapar a ello: no puedo ni imaginar la impotencia y la frustración que seguramente la acosaban constantemente. Desafortunadamente, lo que en Austria es visto como una situación espantosa pero aislada y poco frecuente, resulta cotidiano en otras partes del mundo. Me refiero a la República Democrática de El Congo, país africano donde desde hace al menos una década se desató el infierno debido a la generalización de los conflictos interétnicos que, directa e indirectamente, cobran la vida de más mil personas diariamente. Como sucede casi siempre en las guerras, quienes llevan la peor parte de esta historia sin sentido son los niños y las mujeres; estas últimas víctimas de una violencia sexual tan desmedida que, actualmente, en El Congo se concentra el 75% de todos los casos de este tipo de agresiones en el mundo. Según la Organización de las Naciones Unidas, sólo en una provincia (Kivu, fronteriza con Ruanda) hubo 27,000 ataques sexuales durante el 2006. Estas agresiones resultan realmente aterradoras por la saña en que los victimarios torturan y destruyen la vida de las mujeres violentadas: son violadas tumultuariamente y, en ocasiones, secuestradas por meses para servir a los milicianos de distintos grupos guerrilleros como esclavas sexuales. Como indica Pere Rusiñol en un artículo publicado recientemente en el periódico español El País, estas mujeres no tienen más opción que la de elegir dónde serán vejadas por sus captores: en la selva o en casa frente a sus hijos. Por eso, todas las noches, ellas se internan entre las zonas de abundante vegetación sin guardar más esperanza que la de evitar el dolor a su gente, pues de quedarse en sus viviendas, sus familiares serían testigos de lo que de cualquier forma les sucederá. Pero lo peor viene después, cuando vuelven a sus aldeas luego de haber sido ultrajadas de formas inenarrables: sus maridos las repudian, incluso cuando algunas de estas mujeres han ido objetos sexuales de sus captores a cambio de que el esposo salve la vida. Así, humilladas lo mismo por miembros de grupos étnicos rivales que por su propia gente, las mujeres de El Congo, igual que la chica austriaca que conmocionó al mundo con su historia, todos sus días son de espera del horror que nunca tarda en llegar. No obstante, hay diferencias sustanciales entre ambos casos: aquí no se trata de una persona, sino de miles; a pesar de ello los medios de comunicación masiva no han brindado espacios suficientes para denunciar estos hechos. Es verdad, África está muy lejos y en México pasan cosas que también deberían indignarnos, como los aún no resueltos feminicidios de Ciudad Juárez y del Estado de México. Pero Austria igualmente se encuentra distante y ello no ha impedido que nos compadezcamos ante el sufrimiento de un ser humano que ha sido torturado, sin mayor motivación que la enfermedad mental de su padre. Estas mujeres africanas no están en un bunker que impida a los demás conocer lo que les sucede, su mayor tragedia consiste en que sus gritos se han vuelto inaudibles por la indiferencia (y, en el mejor de los casos, por desconocimiento) de quienes podrían prestarles voz. Creo que lo mínimo que podemos hacer nosotros, simples ciudadanos de un sitio muy lejano a donde se concreta esta lamentable realidad, es leer la información que existe en torno a la guerra de El Congo y a sus funestas consecuencias para darla a conocer entre la gente conocida, ¿no cree usted?