Resiliencia: la capacidad de renacer

En Física, la palabra resiliencia designa la capacidad que tienen algunos metales para recobrar su forma original, luego de haber estado sometidos a altas presiones. Este término fue retomado hacia la década de 1970 por el psiquiatra Michael Rutter, quien lo definió para la psicología como una suerte de flexibilidad social adaptativa. Con el paso del tiempo el concepto se amplió, gracias a los estudios hechos por el etnólogo Boris Cyrulnik con sobrevivientes de los campos de concentración nazis y con niños de orfelinatos en Rumania y en situación de calle en Bolivia. Desde entonces, la resiliencia ha sido investigada como un factor decisivo para la superación exitosa de múltiples eventos traumáticos o situaciones vitales como la vejez y la enfermedad. Así, son comunes los trabajos que en este sentido elaboran psicólogos, tanatólogos, antropólogos, médicos y sociólogos, quienes buscan comprender la manera en que cierto tipo de individuos logra salir avante de tragedias diversas o vencer los obstáculos que un entorno desfavorable representa para cualquier persona. De este modo se han encontrado algunas respuestas sobre por qué hay gente que, a pesar de vivir en condiciones extremas, sobrellevan el dolor emocional de mejor forma que la mayoría. Entre los descubrimientos que al respecto se han hecho, suele insistirse en que una actitud resiliente es resultado de múltiples procesos de tipo psíquico que permiten a una persona contrarrestar las situaciones nocivas; es una dinámica estrechamente relacionada con el equilibrio emocional, la idea de superación, la responsabilidad y la creatividad de los individuos, pero también con la educación que en este sentido inculca cada sociedad en los miembros que la componen. En efecto, aunque la resiliencia es una capacidad que se presenta, a veces, de manera casi innata, tiene un fuerte componente cultural y, por tanto, es posible cultivarla desde la infancia. Una de las aspiraciones que cualquier grupo humano debiera tener es la de forjar en su seno personas emocionalmente fuertes y equilibradas. En este tenor, hablar de la resiliencia adquiere importancia, pues en la medida en que podamos enseñar a los más jóvenes la superación correcta de eventos traumáticos de cualquier tipo, seremos capaces de estructurar sociedades más saludables. Además, con ello bajarían notablemente los índices de suicidio y la presencia de enfermedades mentales, cada vez más frecuentes entre los adolescentes actuales, quienes viven en un mundo narcisista y egocéntrico, circunstancias sumamente adversas para la adquisición de una actitud sabia frente a los problemas que inevitablemente la vida trae consigo. Ya que no podremos evitar sufrimiento a las generaciones que nos siguen, no está por demás ayudarles a contar con las herramientas que les otorgarán la posibilidad de transformar en algo positivo el dolor. Para lograr lo anterior, es necesario promover una educación mediante la que se afiancen los pilares de la resiliencia: autoestima consistente (fruto del cuidado afectivo recibido en la niñez y la adolescencia), introspección (preguntarse a sí mismo y responder con honestidad sobre nuestros actos), independencia, capacidad de relacionarse, iniciativa, humor (aun en situaciones adversas), creatividad, moralidad (entendida como compromiso con los valores y el respeto a los demás) y la capacidad de ejercer un pensamiento crítico que permita analizar las causas de lo que nos sucede, así como el grado de responsabilidad que tenemos frente a la situación vivida. La Asociación de Psicología Estadounidense considera posible fortalecer una actitud favorable cuando tenemos problemas y brinda los siguientes consejos destinados a lograrlo: 1- establecer buenas relaciones con vecinos, amigos y familiares, aceptando la ayuda de quienes nos tienen afecto y participando de actividades colectivas; 2- evitar ver las crisis como obstáculos insuperables (si bien no podemos cambiar ciertos eventos, sí es posible elegir la manera en que los interpretamos) y considerarlas temporales; 3- aceptar que el cambio es parte de la vida; 4- tener metas realistas y buscar su consecución; 5- llevar a cabo acciones decisivas (es mejor equivocarse actuando que quedarse paralizado); 6- Buscar en la tragedia la oportunidad para descubrirse y mejorar como ser humano; 7- cultivar una visión positiva de su persona; 8- mantener las cosas en perspectiva; 9- No perder la esperanza y 10- cuidar de sí mismo. La educación afectiva y comprometida es condición ineludible para formar adultos con habilidades para la vida; quizá la más importante de ellas sea la resiliencia, pues en la misma radica nuestra propia capacidad para continuar viendo. Ser resiliente significa amar y respetar por sobre todas las cosas la existencia de la que gozamos, encontrando en la desgracia motivaciones para continuar y enseñanzas valiosas que nos engrandecen como personas y como sociedad. Como bien dice Alicia Navarro de Steiner, la resiliencia no es “la capacidad de sufrir, sino de resurgir y renacer”; no se trata de tolerar el dolor y “cargar con la cruz que nos ha tocado”, sino de otorgarle un sentido, de vivir a la usanza del Budismo, siendo fuertes pero flexibles como el bambú.