Los hombres también lloran: violencia y masculinidad

Cuando yo era adolescente, una señora mayor me dijo mirándome a los ojos “hijita, ten cuidado con los hombres que lloran”. En aquel entonces mi respuesta se limitó a observarla azorada, preguntándome por qué sería tan malo que un varón se deshiciera en lágrimas; supuse entonces que se refería a las famosas “lágrimas de cocodrilo” que tienen como fin chantajear. Sin embargo, mi voluntaria consejera no aclaró el sentido de sus palabras y, a veces, creo que lo decía de manera bastante literal, creyendo “a pie juntillas” que un hombre “chillón” era poco fiable y menos viril. Del mismo modo en que la feminidad tiene mucho de aprendizaje, ser hombre no es una condición que esté exenta de los valores que socialmente se le atribuyen a lo masculino y que, por tanto, son inculcados en los niños desde que son muy pequeños. Si para una mujer el enojo está prohibido, para un hombre la expresión del dolor ha sido vetada; así, ellas intentan no ser calificadas como histéricas ocultando las expresiones de molestia y ellos procuran mostrarle al mundo que no son cobardes, transformando su sufrimiento en agresividad. Es cierto que hombres y mujeres somos distintos (y qué bueno que lo seamos, porque la equidad de derechos no implica renunciar a esas diferencias que enriquecen nuestra humanidad). No obstante, en tanto que somos seres humanos, los sentimientos y las emociones pueden asaltar por igual a ambos sexos. Entre la diversidad que nos distingue genéricamente, los aspectos biológicos han sido utilizados en innumerables ocasiones para justificar acciones y comportamientos que son, en realidad, producto del entorno sociocultural en el que nos desenvolvemos. De esta manera, por ejemplo, se atribuye la violencia de algunos varones a que su organismo presenta mayor cantidad de testosterona (con relación a la producida por las mujeres), pasando por alto que muchos de ellos fueron criados en entornos sumamente hostiles, que es donde aprendieron a dirimir sus diferencias con golpes e insultos, en lugar de emplear la negociación. La violencia no es exclusiva de los hombres, pero en nuestra sociedad la masculinidad ha sido asociada a los comportamientos agresivos, lo mismo que para las mujeres los estados depresivos son considerados “normales” y sin mayor importancia. Así, las mujeres hemos aprendido a convertir en depresión la rabia, mientras que los hombres vuelven violencia su tristeza o su frustración. Nos relacionamos a partir de mandatos erróneos que se interiorizan desde las más tempranas edades, cuando se nos enseña, muchas veces mediante el ejemplo, que los hombres deben ser fuertes, rudos, “con carácter”, decididos, pragmáticos, etcétera, y que a las mujeres nos corresponde la ternura, la dulzura, la amabilidad, la fragilidad o la delicadeza. Una mujer enojada, enérgica y con ímpetu es vista como poco femenina; un varón triste y asustado pone en entredicho su virilidad ante quienes le rodean. No obstante, las mujeres también sentimos rabia y deberíamos poder expresarla constructivamente, lo mismo que los hombres tienen deseos de llorar y no hay buenas razones para que únicamente se permitan hacerlo cuando están borrachos o en franca crisis. Si bien la agresión deliberada no es justificable (venga de quien venga, sin importar el género), tiene explicaciones y una de ellas es, desafortunadamente, los mandatos sociales que inculcamos a nuestros hijos cuando se les educa sin equidad. Cuando un hombre es acusado de violentar a su familia es condenado por las leyes (y está bien que sea así, porque la violencia no debe ignorarse en ningún caso), según la gravedad de la denuncia interpuesta en su contra. En general, ante situaciones de violencia intrafamiliar, suele ofrecerse a las mujeres que han sido afectadas diversas alternativas para cambiar las condiciones de vida que han llevado junto a su agresor. Sin duda, todo el apoyo brindado a las víctimas de maltrato es necesario y sigue siendo insuficiente. Sin defender causas perdidas, como lo es la violencia que ejerce un padre de familia contra su cónyuge y sus hijos, para estos hombres que no aprendieron a relacionarse de otra manera todavía hay muy pocas opciones. No obstante, celebremos que existen organizaciones que se preocupan por mostrar a los hombres que, en el caso de los comportamientos impulsivos y violentos, eso de que “lo que bien se aprende, nunca se olvida” es una falacia. Todo está en la construcción sociocultural de una forma de “ser hombre” errónea y que puede muy bien modificarse si se entiende que la agresividad no es algo inherente a la masculinidad, sino una conducta aprendida. Bajo esta premisa, grupos como Hombres por la Equidad y Colectivo de Hombres por Relaciones Igualitarias, imparten talleres donde se busca transformar la idea que tenemos sobre cómo deben actuar los varones frente a los distintos ámbitos sociales en los que se desenvuelven. Las pláticas y cursos a los que nos referimos abordan temas como la paternidad afectiva y no ausente, el manejo responsable de las emociones y la equidad de género. Todos con contenidos que deben importarnos lo mismo a hombres que a mujeres. Sí, a nosotras también, porque nos toca entender que crear las condiciones para erradicar la violencia es una tarea compartida; labor que comienza fomentando en nuestros hijos de ambos sexos el ejercicio de uno de sus derechos más fundamentales: expresar sus emociones sanamente. Sólo así formaremos generaciones amorosas y equilibradas psicológicamente que, a su vez, serán capaces de entablar relaciones de pareja sólidas donde lo que impere sea el respeto y la dignidad. Por eso, y sumándome a la causa de los varones que rompen los moldes en los que socialmente se les ha confinado, yo hoy respondería a la advertencia que me hicieron en la adolescencia: señora, ¡le tengo pavor a los hombres que no se permiten llorar!