
Escuchar sobre algún asesinato es siempre algo que nos conmueve y, por decir lo menos, que nos deja con un mal sabor de boca. Sin embargo, cuando los autores de un crimen son niños, no podemos sino estremecernos y es que estamos acostumbrados a considerar el ejercicio de la violencia como algo que atañe de manera exclusiva al mundo adulto, lleno de frustraciones y enojo. Si bien es cierto que la agresión se presenta con mayor frecuencia en individuos que han pasado la adolescencia, la realidad es que también los menores pueden desarrollar conductas nocivas desde edades tempranas. Entre las razones que se han brindado para explicar este fenómeno, no faltan aquellas que refieren a los males producidos por la época moderna. En efecto, todo parece indicar que la sociedad de consumo es el contexto idóneo para alimentar las patologías colectivas que cada vez más aquejan a las generaciones jóvenes.
Uno de los casos de infantes criminales que más ha impactado a la opinión pública sucedió en Buenos Aires a principios del siglo veinte. Se trató de Cayetano Santos Rodino, “el petiso orejudo”, que a los ocho años de edad apedreó hasta matar a un bebé de poco más de un año en un descampado de Buenos Aires. Aquél nene no fue sino la primera víctima de este jovencito que se convirtió en el primer niño asesino en serie de la historia registrada. Cayetano dio muerte a cinco críos más y lo intentó con otros siete; fue detenido por la policía a los dieciséis años de edad y enviado al penal de Ushuaia (en la región patagónica), donde murió treinta y dos años más tarde.
La historia de Cayetano es la de un niño maltratado, en completo abandono y dejado a su suerte por la sociedad de la que formaba parte; su padre, alcohólico y sifilítico, apaleaba al pequeño de maneras tan cruentas que la revisión médica a la que fue sometido antes de su ingreso a prisión da cuenta de veintisiete cicatrices en el cráneo de este chico. Como dato curioso queda que Cayetano fue uno de los primeros pacientes de la cirugía estética (siendo un preso le operaron las salidas orejas que le caracterizaban, pues se creía que en este defecto físico podía radicar la razón de su maldad) y que el director de la cárcel donde vivió sus últimos días conservó un fémur de Santos Rodino para usarlo como pisapapeles.
Uno de los sucesos más recientes que involucran la violencia fatal entre niños curiosamente también tuvo lugar en Buenos Aires: un domingo del pasado mes de mayo, la pequeña Milagros Belizán (con sólo dos años de edad) se perdió en las calles de su barrio en el sur de la ciudad. Pasadas algunas horas, su cuerpo fue hallado a unas doce cuadras de la casa en que habitaba la nena; yacía desnuda, golpeada y con un cable de teléfono rodeándole el cuello. Los autores de tan tétrica escena eran sus vecinos, dos hermanos de siete y nueve años que confesaron el crimen, a decir de los testigos en el juicio, “sin mostrar remordimiento”. Una vez más, los chicos que torturaron y asesinaron a Milagros, procedían de una familia violenta en que el maltrato y el abandono eran cotidianos.
Casi una década antes, en Gran Bretaña, Robert Thompson y Jon Venables (ambos de diez años de edad) secuestraron en un centro comercial a un nene de dos años al que mataron. Presos y enjuiciados, estos dos chicos fueron conocidos por la opinión pública mediante los medios de comunicación que pusieron énfasis en las similitudes de su vida: venían de familias violentas donde el abuso del alcohol y los golpes eran cosa de todos los días, sus padres sostenían relaciones conflictivas y, para colmo, sufrían el acoso constante por parte de sus compañeros de escuela. Dicho sea de paso, estos datos fueron argumentados en su defensa, lo que les permitió obtener la libertad condicional desde 2001 y, con ella, la posibilidad de reinsertarse socialmente dado que, según los psicólogos encargados del caso, se han rehabilitado por completo.
Hace apenas un año, la India fue el contexto de una tragedia similar: un grupo de adolescentes asfixiaron a dos hermanos de ocho y cinco años en una granja cercana a la escuela Ashlam Shala en la localidad de Partur. El motivo de los jóvenes que participaron en el crimen es para no creerse; argumentaron que lo hicieron con la idea de que el colegio cumpliera con una de las normas establecida en su reglamento, a saber, la de suspender las clases por dos semanas cuando alguno de sus estudiantes muere. Siendo el sur de la India un sitio donde prevalece la violencia, es posible considerar que el doble asesinato al que referimos, una vez más tiene como ejecutantes a chicos crecidos en entornos emocionalmente desfavorables.
A riesgo de caer en la insistencia, apunto nuevamente que lo que tienen en común todos estos casos es que sus autores son niños que han sido vejados y humillados desde muy pequeños, que han crecido en espacios familiares donde los problemas no se resuelven negociando, sino golpeando e insultando. Sin duda existen muchos otros factores que explican los asesinatos perpetrados por los más jóvenes, pero el maltrato infantil parece estar en el centro mismo de este fenómeno. Aunque ninguna de las historias antes expuestas pasó en el territorio nacional, hay muchas razones por las cuales deberíamos sentirnos preocupados: el año pasado, por ejemplo, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) calificó a México como uno de los países menos favorables para la niñez, dado que por más de tres décadas han muerto un promedio de dos menores cada día a consecuencia de la violencia doméstica. La UNICEF, por su parte, ubica a México, junto a Estados Unidos y Portugal, como parte de las naciones que ostentan el número más alto de niños muertos por maltrato. Si pensamos que la violencia contra los menores es la fuente de la que se alimenta la agresión de los niños que acaban asesinando a sus pares, los datos anteriores son en verdad alarmantes ¿no cree usted?
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