Cuando se busca información sobre paternidad, lo usual es encontrarse con documentos donde se discute en torno a las obligaciones que adquieren los hombres cuando engendran un hijo. Lo más frecuente es que se aborde el tema de la pensión alimenticia y de los derechos que mujeres y niños tienen en cuanto a recibir protección, de índole sobre todo financiera, por parte del padre de familia. Estos temas han sido fundamentales, en particular en una sociedad patriarcal como la nuestra, donde abundan los casos de varones que no reconocen a sus vástagos y que evaden sus más mínimas responsabilidades. Sin embargo, así como los hombres tienen obligaciones ineludibles para con sus hijos y las madres de los mismos, ellos cuentan con derechos que refieren a su paternidad, en específico a las posibilidades afectivas y emocionales que trae consigo el tener un hijo.
Con una perspectiva tradicional, los hombres son vistos como proveedores económicos de la familia; la función que se les ha asignado es la de brindar recursos financieros y protección de tipo físico a sus hijos y parejas, dejando fuera de su ámbito el prodigar afecto y seguridad emocional. Nadie pone en duda que ser madre es uno de los acontecimientos fundamentales en la vida de una mujer que así lo haya decidido. Se entiende igualmente que las mujeres que han tenido hijos deben brindar a éstos cuidado y cariño. No obstante, con base en una idea errónea de la masculinidad, a los varones se les ha privado de sus capacidades emocionales y ello afecta, no sólo a los padres que no se permiten ser amorosos, sino a los hijos de éstos que son obligados a crecer sin el apoyo afectivo de una de las figuras referenciales más importantes en su vida.
Lo que dificulta a los varones el ejercicio de una paternidad afectiva es, como se ha dicho, la noción de masculinidad sobre la que descansan en nuestras sociedades todas las ideas que tenemos en torno a cómo debe comportarse un hombre. Lo primero que es importante entender es que la masculinidad es una identidad construida socialmente, es decir, no está dada de manera biológica o “natural” y, por tanto, es susceptible al cambio. Las formas de “ser hombre” que socialmente se han validado fueron construidas en oposición a “lo femenino” y, entre otras cosas, implican la negación de ciertas emociones y la prohibición de mostrar afecto a los demás, incluso a sus propios hijos. Sin embargo, la paternidad responsable no termina con dar un apellido a los vástagos y resolverles económicamente la subsistencia en aras del buen cumplimiento de las funciones de un padre que es visto fundamentalmente como proveedor. Ser un padre amoroso es también una obligación, pero igualmente un derecho de los hijos y de los propios varones, quienes se benefician emocional y psicológicamente cuando ejercen su paternidad involucrándose de manera afectiva desde el momento de la procreación y convirtiéndose en acompañantes activos de la vida de sus hijos.
Quizá uno de los errores más comunes en los que incurre el movimiento feminista es la manifestación de este tipo de ideas desde la perspectiva de la responsabilidad. Es cierto que ser un padre emocionalmente presente es un deber pero, más que eso, es un privilegio. Al menos de esa manera lo asumen algunos varones que se han dado la oportunidad de experimentar de otra manera su rol como padres, dejando de sentirse incapaces ante el cuidado de sus niños. Estos hombres han aprendido lo mismo a cambiar pañales que ha brindar consuelo amorosamente y, existen cada vez más casos en los cuales exigen su derecho a participar activamente en el cuidado y educación de su progenie. La intervención de hombres y mujeres en tareas consideradas como propias del género opuesto es, de manera muy probable, el principio de esta nueva manera de entender la paternidad y no debe implicar el establecimiento de conflictos, sino de espacios de ayuda, comprensión y esfuerzo mutuos. Dicen que la paternidad es un acto de fe (en vista de que los hombres no llevan en su vientre a los nonatos). No obstante, del mismo que la maternidad lo es, ser padre es fundamentalmente un ejercicio emocional revestido de construcciones sociales que pueden modificarse. Las relaciones entre hombres y mujeres deben ser equitativas siempre, pero cuando hay niños de por medio, es fundamental que ambas partes seamos capaces de brindarles lo mejor para su desarrollo en todos los sentidos. Sin duda esta labor requiere redefinir la manera en que hemos entendido las funciones de cada género dentro del núcleo familiar. El compromiso emocional con sus hijos e hijas es un derecho de los hombres que, además, beneficia a las mujeres y los infantes. Por ello la paternidad afectiva debe ser promovida por todos y el prodigar afecto tiene que dejar de ser una tarea exclusivamente femenina, los hombres pueden hacerlo tan bien como nosotras y los niños seguramente estarán felices al poder decir “mi papá también me mima”.
La Güeris friolenta
Hace 10 meses


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